H de Huelga

Más tarde, cuando superaba ya de largo la treintena, recordaría aquellas heladas del invierno como un hecho entrañable de su infancia. Porque para entonces (así lo pensaba ella) ya no existiría ese frío que duraba meses, que el sol era incapaz de quitar y que hacía que toda la barriada conociera la cuesta que sube al cementerio como la “calle la xelá”.  Pero tenían que pasar algo más de un par de décadas para que las heladas fueran una nostalgia. Porque cuando se tienen 10 años y una bicicleta, el hielo es en realidad un estorbo, “una mierda”. “Esa boca, María, o quieres que te la lave con lejía”.

En realidad, en el momento exacto en el que María estaba mirando por la ventana la tremenda helada que inutilizaba el asfalto daba igual que estuviera helado que no. No podía salir de casa de ningún modo. Su madre no la dejaba. No al menos hasta que en la calle se tranquilizara el asunto: Los mineros llevaban diez días en huelga.

H de Huelga

La cuenca estaba totalmente parada. Nadie bajaba a los pozos. Los comercios no abrían. Hasta Puri había echado la persiana a Casa Eloína (aunque lo cierto, y esto se lo había contado Pablo que vivía enfrente del chigre, eran muchos los mineros que subían y bajaban la persiana yendo y viniendo del bar a la barricada y de la barricada al bar porque “ye imposible aguantar al relente sin una gota de orujo”). Las carreteras estaban cortadas y la policía había colocado varios puestos que controlaban el tráfico de la carretera general y que realizaban, incluso, registros aleatorios en la calle, también a los viandantes.

María suspiró al ver pasar dos lecheras de la Policía Nacional en dirección al Pozu. Era el único ruido de la calle. Ni siquiera podía decir que las huelgas esta vez la hubieran quitado de ir a clase. Estaban de vacaciones.  Miró el calendario recién estrenado que su madre había colgado esa misma mañana: “Taller Zali”. 3 de enero. Santa Genoveva. Quedaban dos días para Reyes.

“Pablín, nenu, esti añu nun nos traen nada”. Se había quejado en voz alta el día de Nochevieja justo antes de no tomar las uvas, porque no había dónde comprarlas. “Y ye injusto que quedemos sin regalos porque los mineros ten de huelga. ¿Por qué tenemos que págalo todos que ellos estén en huelga, hasta los que no trabajan en la mina?”. Elvira, que atendía a 15 huevos que estaba cociendo para llevarlos al encierro de los mineros, frunció el ceño y se acercó a los pequeños.  Acarició la cabeza de su hija y señaló por la ventana a los bajos del edificio de enfrente:

– ¿Quién va a cortar el pelo a dónde César? ¿Y los hijos de quiénes van a clases particulares con Isabel y Alejandro?.

Acercó su cuerpo a la ventana y siguió apuntando a la calle:

-¿Y en la Panadería de Delmiro, en la tienda de ropa de Patricia, en el súper de Rosita o al bufete de Jacinto Tovar quién va, quién gasta?

Elvira no esperó respuesta.

-Os lo voy a decir yo. A la peluquería, a la academia, a la panadería, al súper y al bufete de abogados van y gastan las familias de los mineros. Y por eso su huelga es la de todos los que estamos y vivimos en estas cuencas. Y por eso la cuenca se llama exactamente así: Cuenca minera.

María volvió a suspirar. La charla de su madre en Nochevieja la había hecho sentirse mal consigo misma por criticar a los mineros y renegar de la huelga. Otras cuatro lecheras pasaron por delante de su helada ventana. Se fijó. Pasaban de largo del Pozu. Se iban. ¡En realidad se iban! Abrió la ventana para ver cómo desfilaban hacia la autovía. No se lo podía creer, corrió hacia la puerta de su casa y al abrirla se topó de bruces con su vecino, Carlos Abella. Que sonrió:

-Hala, ya puedes estar tranquila, Mariquiña, que al final van a venir los Reyes…

-¿Acabose la huelga?

-Si, pero me dijo un pajarín que no fuiste del todo buena así que te van a traer carbón.

La pequeña desafiante le guiñó un ojo al picador.

-¿Y qué te crees que pedí? –dijo antes de bajar corriendo las escaleras.