P de piquete

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-Las que quieran, tienen derecho a ir a trabajar… ¡Así que fuera de aquí! -le espetó a Elvira uno de los policías que habían enviado al Economato para evitar los piquetes en la tercera jornada de huelga en las cuencas. El agente acompañó la frase de un empujón firme que apartó de la puerta a la madre de María y enfervorizó los nervios de las allí presentes. Todas mujeres. Elvira cogió por la muñeca a su hija María cuando vio que ésta se disponía a echarle en cara al policía que tocara a su madre.

-María, por favor… contente.

-Pero mamá…

Elvira miró la joven sin decirle nada pero diciéndole, otra vez: “Hija mía, contente”. No la soltó del brazo. Y así, agarrando a su hija de la muñeca miró de arriba abajo al policía. Sin que la voz le temblara puso su cara a veinte centímetros de la del agente:

-¿Sabe qué? Que también tienen derecho a no ir a trabajar las que quieran hacer huelga para defender lo que por justicia les pertenece. Y eso no nos lo va a quitar ni las amenazas de despido de la dirección de la empresa ni su uniforme, ni su porra.

Entre el grupo de mujeres que seguía a Elvira se hizo el silencio.

Nadie lo vio, porque aún eran las cinco menos cuarto de la mañana y porque a los agentes apenas se les veía un palmo de piel bajo aquel uniforme plomizo, pero todas intuyeron una mandíbula en tensión.

-Señora, ¡váyase a cuidar de su hija que bastante falta le hace! ¿Le parecerá bonito traerla aquí a aprender a ser una vaga? -volvió a ordenar el policía con otro ligero empujón.

Nadie lo vio, porque en aquella madrugada plomiza de huelga en las comarcas aun era de noche y porque el casco enterizo del agente le tapaba la cara, pero el hombre acompañó la frase de una sonrisa sarcástica a la vez que levantaba un brazo con ademán de golpear, de nuevo, a Elvira, a la representante sindical de las trabajadoras del Economato.

Y el silencio se tornó entonces en gritos de enfado que la rodearon y casi en volandas sacaron a la sindicalista de delante de la porra del policía.

-¡Pero vamos a ver chaval! ¿Tú qué te crees? -dijo Pili, la encargada de la charcutería. Que el policía no lo sabía, pero Pili era capaz de manejar el cuchillo con una destreza de esgrimista olímpico. Daban fe todas desde que una vez entraran a robar en al Economato y lo único que sacaron de allí los atracadores fue una tajada en la mano derecha.

-Vuelve a tocar a Elvira y vas a saber lo que es bueno… -replicó Cheri, responsable del departamento lencería y capaz de medir a ojo las tetas de todas las mujeres que se acercaran a su mostrador. “Una 90 B, Suni, faemecasu”. “Ay no se, Cheri, yo creo que ye una 95”. “A ojo te digo yo que tu tienes tetes de una 90B y si no lo fuere, te invito yo al temperelles”.

-¿Y a ti tu madre nun te enseñó a respetar? -levantó la voz Sinfo, que era una de las que, a priori, hubieran optado por ir a trabajar porque ya hacía dos meses que los mineros no cobraban y aquello se volvía insostenible en una casa con cuatro hijos. Pero que por encima del sueldo estaba su amiga Elvira que la había ayudado en todo. Hasta cuando a su marido le había dado por beber y llegaba a casa tan borracho que convertía los tragos en goples y eso sí, eso sí había sido insostenible. A la su Elvira no la tocaba nadie.

Y nadie lo vio, porque las claras del día aún no eran suficientes y porque los antidisturbios habían dado marcha atrás hasta desaparecer en la carretera frente al embate de las mujeres, pero una sombra quejumbrosa bordeó el piquete de la huelga y se acercó como pudo a la puerta. Era Manuela la extremeña a la que toda la barriada admiraba por su firme resistencia en los años duros de la dictadura (lo que le había valido alguna paliza y mucho calabozo).

Elvira y María, apartadas del jaleo, sí la vieron.

-Pero Manuela… ¿Qué hace? ¡Tenga cuidado! ¡A ver si la va a ver la policía!

-¡Que hoy no se trabaja eso os lo dice La Pirenaica…! -asintió mientras triunfante vaciaba por completo en la cerradura del economato dos tubos de silicona.