Cuencarentena. Febrero, del amor

Si en el bloque de la barriada de nuestros vecinos hay una historia de amor para recordar esa es la de Flor con su primer novio Rafael. Rafa, lo llamaban en el pueblo. Rafa el de La Chata, para más señas y era tan guapo, con su pelo ensortijado y sus ojos verdes, que parecía Gary Cooper y ni Flor, que entonces era Florina, se creía que pudiera quererla a ella. Solo a ella.

Todo, entre Rafa y Florina, hubiera acabado mejor de lo que acabó (¡o quién sabe!) si por el medio no se hubiera metido la mili que por entonces eran dos años de ausencia. En realidad el servicio militar eran dos años para el común de los mortales, para el hijo pequeño de La Chata, y para Flor por extensión, fueron más de cincuenta.

Y no, no creáis que Florina en este tiempo se olvidó de Rafa, no. Pero tampoco fue infeliz ni le guardó la ausencia más de lo debido. Cuando cinco años después de su marcha, vestido de militar y con destino Canarias, Florina recibió una carta de Montevideo en la que él le decía que no iba a volver, que no volvería al pueblo “nunca”, no se permitió ser la eterna novia viuda de un fantasma y se rearmó como mujer soltera. Al fin y al cabo, ella ya barruntaba que el último beso que él le había dado, pasional y con abrazo largo incluido, era exactamente eso, el último. Que Rafa, tan lleno de ideas, de ganas, de ímpetu y de ansias de libertad como estaba, no iba a volver para encerrarse en las galerías de un pozo. Porque Él no era así.  No era como los demás. Ella lo sabía porque para eso compartía con él unas oscuridades que habrían sonrojado a todo el barrio. Y él, en esa oscuridad, le recitaba poemas que hablaban de cosas que no entendía del todo pero que estaba segura de que eran pecado.

“Tus muslos se me escapan como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, decía él. Y ella le respondía. “Ay, por favor, Rafa, que te van a oír…”. Pero dejaba que él la tocara de arriba abajo, que tampoco hay que ser tonta… ¿no?

Así que en el fondo de su corazón, siempre supo que sus vidas no estaban llamada a compartirse, que cuando él probara la libertad del Mundo, nadie, ni su amor, le haría volver.. Por eso Flor se casó dos años después con Paco, que la cortejó sin miramientos, la quiso con ternura y le dio tres hijas preciosas. Ninguna tenía los ojos verdes.

¿Qué sería de Rafa en este tiempo? Flor había pensado en él muchas veces, para sus adentros. Pero  su hija la pequeña volvió a casa, porque el coronavirus la dejó sin trabajo en Londres y no había quien pagara los alquileres, y se puso a revolver toda la casa como si fuera una pirámide llena de tesoros, y apareció una foto y el pensamiento fue en voz alta. “¿Qué será de él?”.

Su hija a levantó en alto y cantó:

-¿A qué dedica el tiempo liiiiibre?… -después abrió los ojos – ¿Y este pivonazo de ojos claros, madre?

Flor arrebató la foto a su hija.

-Eran verdes, estaba como un queso, la verdad… -suspiró y puso aire de importancia – Pues es mi novio, ¿qué pasa?

-¿Tuviste un novio que no fue papá? ¡Yo flipo!

-Pues no flipes tanto. Que por su culpa casi me quedo para vestir santos y tú casi no naces…. Se llamaba Rafael y era tan guapo que parecía Gary Cooper…

-¿Y qué fue de él? -preguntó la joven con renovado interés y ya sin soniquete a lo José Luis Perales. Flor apartó sus ojos de la imagen.

-Su madre me dijo que se había mudado a Nueva York, ¡imagínate! ¡A Nueva York! Este Rafa…

-¡Joder mamá, tienes un novio en Nueva York!

-Pues supongo que sí, fía… ¿Qué quies que te diga?

Pero no. Rafael no estaba tan lejos, de hecho estaba mucho más cerca de lo que nadie había esperado cincuenta años después. Como si sacar aquella foto del olvido, fuera una especie de sortilegio que lo hizo aparecer de la nada. Porque sí, el hijo de la Chata fue a volver al barrio aquel febrero sin carnavales, con mascarillas y caras a medio tapar. Flor tendía la ropa, como siempre, frente a la casa de la barriada. Estaba en manga corta porque ella era de todo menos friolera y alzaba los brazos  para que las sábanas no arrastraran al suelo cuando sintió una voz en su espalda.

-No me puedo creer, Florina, que sigas teniendo esa cintura para levantarte  en lo alto.

Ni siquiera le hizo falta verle la cara entera. Era él. Su Gary Cooper, que había elegido para volver el peor año para recuperar los abrazos perdidos. Aunque, bueno, todavía estábamos en febrero.