F de Fugaos

María acarició con la yema de los dedos la hoja vieja de periódico y sonrió. En la foto de la primera página que guardaba como oro en paño desde hacía diez años aparecían ella y su amigo Pablo. Pablín. Tenía que llamarlo. Hacía mucho que no hablaban.

Desde que ella se marchara a Madrid a estudiar y él se hiciera gótico dos semanas después de pisar la Escuela de Artes y Oficios, apenas se habían intercambiado un par de cartas. Solo se habían visto una vez. En Navidad. Levantó la vista de la carpeta donde guardaba aquella primera página vieja de periódico y volvió a sonreír. La sonrisa no fue amplia pero sí la justa como para que Soledad Argoitia, la profesora de Movimientos Sociales del Siglo XX, reparara en ella.

-¿Hay algo de la lucha antifranquista en la posguerra que a usted le provoque tanta gracia señorita? Porque no creo que sea el caso. Igual tiene algo que contarnos… ¿Su nombre?

María enrojeció y apretó la mandíbula. Cerró la carpeta de un golpe y con el sonido desapareció aquella primera página de periódico, ya amarillenta, en cuya foto aparecían Pablo y ella, de niños, junto a un policía. Cerró los ojos para evitar que la vergüenza se convirtiera en lágrimas.

-Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y cincuenta. ¡Voy!

A María y a Pablo no les dio tiempo a esconderse. Sabían que Marisa era la más rápida en contar de su clase pero no creían que pudiera tardar menos de un minuto en llegar a cincuenta. Pablo cogió a María de la chaqueta y tiró de ella hacia el monte que circundaba la antigua escombrera de carbón (y actual vertedero de la barriada) donde jugaban al escondite. Subieron a gatas por unas piedras, sortearon unos árboles y hasta que se vieron atrapados en la oscuridad de un bosque que les resultó desconocido, como de otro mundo, no pararon.

-Pablo…¡para! –gritó María mirando a su alrededor-¿A dónde crees que vas?

-A escondernos… Marisa no nos puede encontrar. Es una chulita. -respondió Pablo sin mirar hacia atrás.

-¿Pero a dónde…? Estamos muy lejos de casa. Mi madre me mata. ¡Vámonos!

Pablo atendió por primera vez al grito de su amiga. Frenó en seco. Era cierto. Estaban muy lejos. No sabían donde estaban. También su madre le iba a matar y encima.

-¡Joder! Y encima se pone a llover…

Miraron a su alrededor. Árboles, árboles, árboles y gotas de agua cada vez más grandes, cada vez más numerosas, que caían del cielo como balas

-Ahí… -Pablo apuntaba al hueco en una pared- Debe de ser una bocamina… Dice mi güelu que esto está atestado de ellas.

-¿Vas a entrar? ¿No será peligroso? Parece muy viejo.

Pablo miró al cielo.

-¿Prefieres mojarte?

Los dos pequeños entraron en la cueva entre dos maderos que alguien, hacía mucho tiempo, había puesto en la entrada para impedir el paso. Se adentraron tan solo un metro dentro de la bocamina.  No se atrevieron a más.

-Hasta aquí… más no, Pablo- suplicó María a la que la valentía de su amigo estaba dejando sin palabras. El pequeño buscó en le bolsillo del pantalón.  Porque su güelu siempre le decía que un paisano de verdad tenía que tener en el bolso navaja y mechero. Encendió la llama y lo que vio ante sus ojos le hizo apagarla de repente acompañada de un grito.

-¿Qué pasa? -preguntó María temblando de miedo y frío.

“Dos niños encuentran en una antigua bocamina un arsenal de la Guerra Civil”, rezó el titular del periódico. La noticia no solo salió en la prensa regional. También la televisión nacional se hizo eco del hallazgo de los pequeños que, por unos días, fueron el centro de atención de la barriada. Dulce y Elvira, las madres de Pablo y María, no ocultaron su enfado cuando vieron lo lejos que estaba el lugar de sus casas. Así que los niños salían en los periódicos y a la vez estaban castigados sin salir de casa “hasta nueva orden”.

-¿No me oye? Igual tiene algo que contarnos señorita… ¿Su nombre?… -repitió alzando la voz la profesora de Movimientos sociales del siglo XX Soledad Argotia.

María levantó la vista.

-Profe… ¿Usted oyó hablar alguna vez de los Fugaos?

de la A a la Z(1)