E de Economato

dela A a la Z

María y Pablo vieron de lejos los mandilones de sus madres llegar andando con paso firme desde el almacén. A María se le escapó  una lágrima. Silvina Pajarrón seguía dándoles voces delante de todos los clientes.

-¿Esto ye lo que os enseñan en casa? Bien sabe dios que sí… -gritaba la mujer desde la caja. En la mano derecha enarbolaba un estuche verde de flores.

Elvira y Dulce llegaron justo a tiempo de escuchar el fin de la perorata.

-¿Qué pasa? –dijeron las dos a la vez.

Pajarrón las miró con una sonrisa malévola antes de pasar a relatarles que sus dos queridos hijos habían sido sorprendidos robando un estuche verde en la tienda. Elvira se acercó a María, sacó un pañuelo de su bolsillo y le enjuagó la lágrima justo cuando estaba a punto de caer desde la mandíbula. Le levantó la barbilla su hija y la miró a los ojos. Sin apartar la mirada levantó la voz:

-Silvina, ¿estás segura de lo que dices? La de robo es una acusación muy delicada.

María miró a Pablo y Pablo apartó sus ojos hasta dar de frente con el grupo de clientes que hacían fila en las cajas. Todos estaban en silencio. Su amiga Laura, escondida tras la primera fila de mujeres, era la única que los observaba con cara de miedo.

-Ye verdad. –dijo Pablo contundente- Fui yo.

María dio un pequeño salto y abrió los ojos sorprendida. No se podía creer que aquel regordete incapaz de subirse a una bicicleta sin romperse la crisma estuviera aceptando la culpabilidad del delito.

-Fuimos los dos…-acabó diciendo la pequeña al leer en los ojos de su amigo una plegaria

Dulce y Elvira los cogieron de la mano sin mediar palabra y se los llevaron al almacén. Mientras caminaban entre el pasillo de gente, latas de bonito, cajas de chorizos y bidones de aceite, sintieron los cuchicheos de todos los vecinos de la barriada a su espalda. “A los guajes de Dulce y Elvirina pilláronlos robando en el economato”, “A Elvira y Dulce  caiase-yos la cara de vergüenza, probes madres”.  Como si lo estuvieran escuchando.

Al llegar al almacén se dieron de bruces con Jacinto López, padre de su amiga  Laura y repartidor de vino de una bodega de la zona. Jacinto cargaba dos cajas, los saludó con una sonrisa.

-¿No está Laura con vosotros? –preguntó a los niños. Al ver que no respondían preguntó a las madres- ¿Qué pasa? ¿Ya armaron alguna? Pues seguro que también anda la mi Laura por el medio… ¿Dónde está?

No esperó respuesta. Entró en la tienda.

-Tendréis que darnos una explicación coherente de por qué os estabais llevando del economato, sin pagar, este estuche verde. –comenzó a decir Dulce con el “cuerpo del delito” en la mano. Elvira los miraba de brazos cruzados y muy seria.

-Esto no es propio de vosotros. Estamos decepcionadas.

María levantó la vista. Miró a su madre y rompió a llorar sin consuelo. Elvira enterneció su gesto y se acercó a la pequeña para abrazarla. No podía verla llorar.

Así las encontró Jacinto López al volver a entrar al almacén. Llegaba acompañado de su Laura.

-Creo que esta neña tiene algo que decir… -apuntó Jacinto y con un pequeño empujón en el hombro instó a su hija a hablar.

-Yo… este yo…ye que…- María y Pablo la miraban con los ojos muy abiertos.

Jacinto posó la mano sobre el hombro de Laura con un gesto cariñoso.

-Este estuche era para Laura. Pablo y María lo cogieron para ella… En casa… -López se llevó la mano a la cabeza y suspiró- no estamos muy bien de dinero que se diga. La huelga hizo estragos en la bodega… Los mineros no cobran, nosotros no vendemos. Y, bueno… No pudimos comprarle nada a Laura para empezar a la escuela. Ellos querían regalarle el estuche… ¿A que sí?.

El hombre revolvió el pelo de Pablo.

Elvira y Dulce miraron para sus hijos. María sacó la mano tímidamente del bolsillo y enseñó una pequeña cartera de cuadros rojos y blancos.

-No lo íbamos a robar todo, mamá. Íbamos a pagar esto… -dijo tendiéndole la bolsita- Es tu regalo de cumpleaños.