O de orbayu

27 días y 4 horas de orbayu.

Don Antonio se detuvo con su paraguón negro bajo el incesante orbayu y miró a Pablo y María que estaban a su lado. Subió las gafas que, como siempre, se habían instalado en la punta de la nariz y sentenció: «Todo un récord». Miró con nostalgia para el gris perpetuo que los acosaba desde hacía casi un mes.

Aquella mañana 27 de orbayu Don Antonio, una vez más, se había saltado a la torera la norma básica de la escuela que decía que los niños no podían salir del recinto sin permiso expreso de los padres. Lo de saltarse a la torera las normas escolares era algo habitual en él después de casi cuarenta años de maestro. Como lo de no cumplir con el horario, por ejemplo. Ése que decía que aquel curso en la clase de María y Pablo tendrían cuatro horas semanales de matemáticas, las mismas que de lengua. Tres de sociales y de naturales y de inglés.  Dos de dibujo, gimnasia y música y otras dos de religión o ética. Ética era una opción que no elegían muchos niños en el colegio. De hecho en la clase de María y Pablo, tan solo ellos dos se apuntaron a la alternativa a la religión. Sus madres lo habían decidido después de saber que el encargado de dar religión, el párroco de la Iglesia de Santa Bárbara, les hablaba a los niños de lo pecadoras que eran las madres divorciadas o solteras que trabajaban fuera de casa. Requisitos que cumplían, al dedillo, Elvira y Dulce. Así que ellos dos, solos, compartían dos horas a la semana con Don Antonio que como tutor de Tercero de EGB era el encargado de darles ética. Dos horas de ética que le servían al maestro para hacer los recados que considerara oportunos. Ir a ver a Cholo, el relojero de la barriada, para ver cómo iba el arreglo de su Hamilton oro; o visitar la librería de Paco para discutir de política. O acudir a Don Severino, el practicante, para que le tomara la tensión porque cada vez se sentía más cansado.

O de Orbayu

-Antoñito, hijo, son los años, y nada más. Cuando dejes de tratar con guajes ya verás como se te pasa. ¿Cuándo te vas de la escuela?

Le decía el practicante. Y el maestro miraba para Pablo y María que, de pie a su lado, lo miraban a él con cara de susto. ¿A dónde se iba a ir Don Antonio? No se podía ir, no los podía dejar solos. Pensaban los pequeños.

-Pobres animalillos… ¿Dónde me voy a ir? No puedo dejarlos solos, no ves que están sin criar, Severino.

Pablo y María suspiraban de alivio.

De ahí, de ver por segunda vez en la semana al practicante, volvían al colegio cuando Don Antonio se paró con su paraguón negro bajo el incesante orbayu.

«Todo un récord», dijo mirando para los pequeños. Reparó, de repente, en Pablo.

-Oye, Pablín, ¿cuánto hace que tienes ese diente ahí colgando?

El guaje instintivamente se tapó la boca. Llevaba mucho tiempo huyendo de su abuelo y su madre que pretendían arrancarle de cuajo el paleto izquierdo, colgante por apenas un hilillo de encía desde hacía semanas.

-Oye, Pablín, algún día tendrás que arrancar ese diente, hijo. Anda, dime, ¿cuánto llevas así?

María se adelantó.

-Desde el día de las comuniones de «los otros», Don Antonio- apuntó la niña (entiéndase «los otros» como «los que daban religión»)

Don Antonio se quedó pensativo.

-Es decir, hace veintisiete días y cuatro horas…. Ay, Pablín, que ese diente tuyo va a tener la culpa del orbayu. Hasta que no lo tires, no va a parar de llover. Tu verás, porque de seguir así puede que todos nos pongamos verdes porque nos salga musgo entre las orejas.

Los dos niños abrieron los ojos. ¿Verdes? ¿Musgo entre las orejas? María valoró las friegas que su madre le podía obligar a hacerse en caso de que se cumplieran los pronósticos de Don Antonio (que casi siempre se cumplían en la vida) y no lo dudó.

-¡Ay! -el grito de Pablo retumbó en todo el patio de la escuela hasta el punto de que María Luisa, la limpiadora, se asomó a ver qué pasaba.

-¿Pero qué escándalo es este?-dijo ella antes de acercarse a Pablo que, sangrando por las encías, miraba con gesto de pavor a su amiga María. Y la niña, triunfante, con el diente de Pablo en la mano sonrió.

Nadie, salvo ellos tres y quizás María Luisa, supieron del milagro (laico) que se dio aquella mañana en la barriada. Pero lo cierto es que dos segundos después de que María arrancara el paleto colgante de Pablo, el orbayu cesó.