I de Ingeniero

El funeral por la muerte de los cuatro mineros fallecidos en accidente aquel día de finales de verano vació la barriada de adultos. De los mayores no faltó nadie al sepelio. De los pequeños, a escondidas, también fueron a verlo unos cuantos. Así fue como Cristina Argüelles se quedó de dueña y señora de la calle y decidió que aquel día de finales de verano era el oportuno para asaltar el Chalet de los Ingenieros, abandonado hacía tan solo unos meses. Se notaba que llevaba tiempo pergeñando el plan. No faltaba detalle en la misión. Hasta había preparado un equipamiento para todos, que consistía en: Una bolsa del economato y una linterna. Había tardado varios días en conseguir cuatro de cada. Desiré, Pablo y María fueron los elegidos por la jefa para ejecutar la operación.

-Cogéis todo lo que brille y, o, tenga algo escrito. Lo guardáis en la bolsa y no lo abrís hasta que no estemos todos juntos. Desiré y yo subiremos al piso de arriba. Vosotros dos… ¡Eh…. oye! –interrumpió su discurso. Miró al cuaderno que traía entre manos Pablo- ¿Qué estás haciendo? ¿Tomar notas?

del aA a la Z

Pablo cerró el cuaderno nervioso y lo guardó en el bolsillo de su chaquetón (una talla más pequeña de lo que debiera).

-Nada.

Cristina lo miró desconfiada y se acerco a María.

-¿Esti guaje ye de fiar? –preguntó la jefa.

-No…-respondió María sin titubear y provocando caras de sorpresa. La mayor, la de Pablo.

-Joder, María… Con amigas como tú.- musitó a su lado.

-¡Perdón! Que si, sí, te lo prometo; Cristina. Es…”fiante”.-Acabó defendiendo María.  Pablo sonrió con sarcasmo.

-Pues lo estás arreglando.

Y sí. Lo arregló. Pablo, ya en la oscuridad del piso inferior del chalet de los Ingenieros, terminó por perdonarla.

-Jolines, Pablo. Me puse nerviosa.

-Ya sé, ya sé… Si a mi me habría pasado lo mismo… -confesó señalando el cajón abierto de un archivador. María cogió unas cuantas fichas y las leyó.

-Parece una lista de los ingenieros que trabajaron aquí en los últimos años. ¡Mira qué pintas!

Pablo fue cogiendo una a una las fichas que le iba pasando María, que leía los nombres en alto.

-Eduardo Losa del Castillo…. Manuel Alberto Ruiz-Mesa Rodríguez… Juan Enrique Aza Bernabéu… Carlos And…

María interrumpió su lectura.

-¿Qué? –le inquirió Pablo.

La niña lo miró sin cerrar la boca. Le enseñó la foto.

-Creo que es mi padre. –apuntó de repente.

-¿Tu padre?  ¿Pero cómo tu padre?

-Es su nombre. Este de aquí… -dijo María levantando la tarjeta- Es su nombre… Estoy segura, lo he visto en las cartas que mi madre guarda de cuando eran novios… Y también he visto sus fotos. Que mi madre cree que no, pero sí. También la vi. Las guarda todas en una caja. Sí, sí. Es él.

María se dejó caer sobre el sillón de “scai” que reinaba imponente junto al archivador.  Recordó lo poco que sabía sobre la historia de amor de sus padres y que había ido hilando con el paso de los años. Ellos dos se conocieroncuando él,recién licenciado, llegó de Madrid para trabajar de ingeniero en la mina.  Ella había dejado la universidad en el primer año  para empezar a trabajar en el economato y ayudar a su familia. Allí, en la compra, se habían conocido. Él era de los pocos hombres que iba al economato solo, sin ninguna mujer que le acompañara o lo hiciera por él. (esto se lo había oído decir Dulce, la madre de Pablo en una conversación privada con su madre. Que ellas creen que María no escucha, pero sí).También sabía que él se había marchado igual que llegó. De la noche a la mañana. Y nunca llegó a saber que fruto de su noviazgo con Elvira había nacido María.  Los padres de Elvira, imaginándose que aquel chico ya había rehecho su vida en Madrid con alguien de su categoría, la habían disuadido de contárselo, ni siquiera la habían dejado responderle a las cartas, cientos, que el joven había enviado. Y ahora el hombre, el fantasma, el padre, estaba allí delante, en una foto en blanco y negro de un fichero desfasado.

-¿Qué pasa? –el vozarrón de Cristina resonó en toda la estancia.

-Esta dice que acaba de encontrar a su padre… -dijo Pablo tendiéndole a la jefa una ficha.

Cristina leyó y miró para María que seguía sentada en el butacón. Escupió una sonrisa maléfica y le tiró la ficha a los pies:

-¡Si, claro, ho! Ahora resulta que la guaja masoca ésta va a ser la fía de un ingeniero!