Septiembre de sonrisas y vuelta al cole

Cuando tienes 12 años y empiezas el segundo curso con mascarilla, distancia de seguridad, grupos burbuja y al menos 7 PCR en tu haber por contactos estrechos hay pocas cosas que te puedan sorprender. Sin embargo, la escuela de nuestra querida barriada, en este segundo curso escolar de pandemia, tenía preparada una sorpresa para los vecinos más jóvenes de la zona. Bueno en realidad no una, dos sorpresas, con sendos nombres exóticos (peculiares incluso para un pueblo en el que ya había dos Kevines). Los dos nuevos, y exóticos,  nombres que vinieron a dar jugo y conversación a la escuela eran: Nelson y Baasima.

El primero llegado directamente de Madrid,  nieto de Marielita y Gerardo, dos cubanos que llevaban varios años residiendo en el pueblo gracias a que él, de apellido Antuña, había retornado  desde la Habanndoa hacie el mismo trayecto que su abuelo, con el que compartía nombre, había hecho 90 años antes (pero al revés). Gerardo y Marelita decidieron traerse a Nelson desde la capital porque el niño, entre las calles madrileñas y una madre demasiado ocupada en fregar habitaciones de hotel, no estaba teniendo la mejor de las adolescencias y amenazaba con perderse en caminos inescrutables: “Ay no, m´hijito, tu te vienes con nosotros, ya vale con la madrileñadera”, le había dicho Marielita. Así que Nelson llegó en ALSA con una mochila vieja, un apellido histórico en el barrio, y un color de piel muy poco visto por estos lares. Era el primer niño negro matriculado en el colegio en al menos tres décadas. Antes habían estado unos chavales guineanos, hijos de un dirigente comunista que había llegado al país como refugiado, y también las hijas de unos mineros de Cabo Verde que durante unos meses estuvieron destinados a una mina de montaña procedentes de Ponferrada. Pero claro, para los niños del siglo XXI de nuestra barriada minera, Nelson era el primer alumno “de color” con el que podían jugar y del que podían ser amigos. Dos horas después de conocerle ya le habían apodado “Mbappé”. El chaval encantado porque, la verdad, su fuerte no eran los deportes y al menos con este mote, podría disimular.

La otra sorpresa exótica del comienzo del curso escolar, Baasima, no podía disimular nada, ni siquiera  la religión que profesaba. Era musulmana. El velo que le cubría parte de su cabeza no dejaba lugar a dudas, sus ojos abiertos de par en par añadían además otra certeza: Baasima no llevaba mucho tiempo ya no en el barrio, ni siquiera en el país.

El primer día de clase, la maestra la cogió con cariño de la mano y la llevó al frente, sin soltarla le explicó al resto:
-Vuestra nueva compañera se llama Baasima y viene de Afganistán… ¿Alguien ha oído hablar de este país? ¿Sabría decirme dónde está?

Como siempre María levantó la mano la primera.

-En Asia y tienen una guerra por culpa de los talibanes que son muy malos y no quieren a las niñas. ¿Por eso ella está aquí?

La maestra sonrió.

-Muy bien, María, escueto y directo, tiene matices pero muy bien…  Y sí, Baasima está aquí porque ha tenido que marchar de su país. Ella y toda su familia. Porque su padre, que sabe hablar español, trabajó durante la guerra como traductor, ayudó a los militares españoles en Afganistán y ahora nuestro país los apoya a ellos porque precisamente porque nos ayudaron pueden tener problemas . ¿Me estoy explicando? -preguntó la profesora a punto de sudar la gota gorda porque no quería meterse en ningún “fregao” pero a la vez quería explicar a sus alumnos que en el mundo pasan cosas, muy malas a veces y, en cierta manera, hay que conocerlas.

La docente sufría por decir las palabras justas y convenientes pero lo cierto es que su alumnado, incluido Nelson “Mbappé” no estaba atendiendo a sus explicaciones. Desde que su compañera María había mencionado a “los talibanes” todos sabían perfectamente que ante ellos tenían a una niña afgana. Que eran niños pero no tontos, y también veían la tele, los telediarios que sus padres y abuelos se empeñaban en poner a la hora de comer sonaban como un runrun  pero también calaban en sus cabezas. ¡Una niña afgana!. ¡Eso sí que era una gran noticia! Todos deseaban que llegara el recreo para jugar con ella y hacerse sus amigos. Una niña que había conseguido sobrevivir a los talibanes seguro que molaba.

No tardaron mucho en saber que sí, que  Baasima, molaba y que tenía un nombre que no solo era exótico, también muy descriptivo y que significaba, literal: “Sonriente”. Como ella.