Cuencarentena, septiembre

Ningún verano es como el anterior. Ni siquiera en la barriada donde los agostos se parecen tanto entre sí como los pisos del bloque de viviendas amarillas.

Pero no. Ni los edificios ni los veranos son los mismos por mucho que nos empeñemos en recordarlos o verlos así. Basta pararte a mirar, analizar bien tu memoria, para comprobarlo. Por ejemplo, en el bajo de este bloque de la barriada que nos compete, las ventanas siempre están abiertas  y hay una gata que vigila. Se llama “Listeilor” y tiene obesidad gatuna. En el primero cuelga una bandera de Asturias, en el segundo siempre huele a bizcocho recién hecho y en el tercero a sidra escanciada y a suavizante de jabón de Marsella. Son casas que parecen iguales pero no lo son. Como los veranos.

Mira este verano, sin ir más lejos, en el que todos anduvimos con la cara medio tapada y fue tan distinto a otro que hasta turistas llegaron a la cuenca minera.

-Petro, Petro, Petro… ponte la mascarilla que ya están aquí… -dijo por lo bajini Flor mientras corría hasta su silla estratégicamente colocada a la puerta del bloque de ladrillo en el que vivían.

-¿Y yo hoy de que hago?
-Pues de que vas a facer, Petro, de viuda de mineru.

-Ay madre, Florina, yo no sé si estoy preparada para este papel.

-Cagontumadre, Petro, si tas viuda de un mineru desde hace treinta años, ¿cómo nun vas tar preparada? Ye el papel que lleves faciendo desde que te conozco.  Y ahora, al lío. ¿Todo en su sitio? Venga, vamos. Y tú, Petro, calla la boca que vienen ahí… y tas mejor calladina.

-No me digas más, Florina, tu hoy faes de secretaria general del Partido Comunista.

-¡Qué calles ya rediós!

Y ahí estaban ellos, los turistas, con sus cámaras de fotos, sus preguntas (a veces sin respuesta) y la fame (porque siempre preguntaban dónde se podía comer).

Sí, no cabía ni una duda.

Eran turistas, visitantes ajenos a la barriada en particular y a la cuenca minera en general, que venían, precisamente este año, a conocer la comarca minera. Una tierra que, in illo tempore, había surtido de carbón, y por lo tanto de calor y fuerza, a millones de hogares e industrias en todo el país.

-¿Y estas casas en las que viven, son de la empresa o suyas? –preguntó un hombre de acento catalán.

-Son de Franco. –respondió Petro sin dejar casi ni que acabara la frase.

-Si home, de Franco y de  La Collares… -añadió Joaco que, mascarilla de babero, salía del portal con un cigarro encendido ya en la boca.

-No empecemos a discutir de política que os conozco, además no tenéis ni idea –medió Florina ante la estupefacción de los visitantes que miraban para ellos sin pestañear.

-¿Y usted… fue minero? –preguntó una de las mujeres foráneas a Joaco. El hombre iba a contestar, de verdad que lo iba a hacer. Pero una voz desde el segundo los interrumpió:

-¡Esti babayu nun trabayó en su puta vida!

El paisano alzó la vista y escupió en el suelo.

-¡No, trabayastelo tú! Si te paez. ¡Ay, Miguelo, que panzá hosties te daba, hermano, si nun tuviéramos delante observadores internacionales!

-En realidad somos de Terrasa… -apuntó el más joven de los turistas. Joaco miró para Florina que ya estaba preparada para contestar.

-Pues eso, internacionales, en este pueblo somos muy de creer en los procesos de autodeterminación de los pueblos y por extensión somos  muy proindependentistas catalanes, de toda la vida del señor.

-¡No, yeslo tú! –volvió a gritar Joaco que, con la intención de enseñar la bandera de España bordada en su mascarilla casi se quema el bigote con el cigarru que seguía pegado a su labio inferior.

Sin que a estas alturas de la película ya ninguno de los visitantes pudiera cerrar la boca del susto, el hombre que primero había hablado dijo:

-Bueno, la verdad, la verdad es que ser somos de Arroyo de la Luz, en la provincia de Cáceres.

-¡Ay que me da un litargo! –gritó de repente Petro asustando a todos. Y claro, tuvo que invitarlos a comer a su casa, porque de Arroyo de la Luz, provincia de Cáceres, ser era ella, la hija de Antonio el herrero y Manuela la costurera, que habían llegado a la cuenca minera un día de verano de hacía ya 62 años y que, ese si que no, no se parecía en nada al que estaban viviendo.