T de turullu

A las siete, a las dos, a las nueve. Esas eran, en una cadencia diaria y machacona, las horas a las que el turullu marcaba el ritmo de los relevos en el Pozu. También indicaba el compás vital de los habitantes de la barriada que, de manera inconsciente, organizaban su vida en torno al ruido de la sirena.

Puri, la dueña de Casa Eloína, que abría tan temprano que hasta en pleno verano era de noche, elaboraba bocadillos como un robot, acompañada de la música de José Luis Perales, sabiendo que a las 7, cuando sonara el primer turullu, tenían que estar todo fetén, para que los mineros que entraban en turno, y quisieran, tuvieran qué comer, para que los mineros que salían del turno, afamiados, tuvieran que comer. El caso era comer. Los bocadillos más famosos de Puri eran los de carne guisada. Cisco, el güelu de Pablo, siempre que se acordaba de ellos decía: “Fabuloso, cosa rica”.

El propio Cisco vivía en torno a la sirena. Él, que siempre había trabajado de lampistero en el turno de noche del Pozu y que siempre había dormido la mañana, con una vida al revés del mundo, no volvió a trasnochar nunca después de su jubilación . Y tampoco necesitaba despertador, usaba el sonido del silbato minero para levantarse a las siete de la mañana, para comer a las dos de la tarde, para encender la tele y ver el parte a las nueve de la noche.

Parecido le ocurría a Don Antonio, el maestro de Pablo y María, que esperaba al turullu de las dos, que sonaba exactamente dos minutos antes que la campana del colegio, para abrir el primer cajón de su mesa, coger la cajetilla de tabaco, sacar un cigarro y ponérselo en la boca sin encenderlo. Aguantaba con estoicismo los dos minutos que faltaban entre que colocaba el pito en los labios y los niños marcharan corriendo de la clase para encenderlo y, entonces, aspiraba con fuerza.

El turullu de las dos encendía cigarros y cocinas de carbón que llenaban el barrio de una niebla permanente. A los únicos que no parecía importarles era a los niños.

-Mamá, ¿puedo volver a las diez?

-María, ya sabes que tienes que volver con el turullu…

-Jo, mamá, pero eso es las nueve.

-Son las nueve.

-Bueno, son, lo que sea, pero porfi… porfi… ¿las 10? Mañana no hay clase.

-Ni para ti, ni para mi. Puedes volver a las nueve y media.

Y así, Pablo y María jugaron todos los días de aquellas Navidades secas y frías más allá del atardecer. También fueron las vacaciones en las que Laura López les enseñó a hacer espiritismo.

-Poned la mano aquí, no seáis miedosos que los espíritus lo huelen… -les dijo un día Laura. Y Pablo y María, instintivamente, se arrimaron el uno al otro intentando disimular el pánico. Pusieron los dedos sobre el vaso de cristal como hacía su amiga y pegaron un brinco cuando aquello empezó a moverse. La voz de la madre de Laura desde la ventana interrumpió la sesión ouija.

-No os mováis, vuelvo ahora.

Pablo y María se miraron.

-No podéis marchar porque la partida no está cerrada y entonces el espíritu queda suelto en este mundo y os amargará la vida. –dijo Laura antes de marchar corriendo hasta  donde su madre la esperaba con un abrigo.

-¿No te da miedo llamar a los espíritus? –preguntó finalmente María. Pablo se giró

-Sinceramente, le tengo más miedo a Laura que a los espíritus, porque ¿sabes qué? Los espíritus no existen…

Y en el mismo momento en el que Pablo separaba el dedo del vaso sonó el turullu de las nueve y el aire seco del sur lo hizo sonar más fuerte que nunca y….Un portazo sacó a Elvira de la lectura de la carta que traía entre manos y que firmaba el mismo hombre que dos minutos antes se la había dado en la mano delante de la puerta que ahora la sobresaltaba: Carlos Andrés Pena. Miró para el reloj.

-¿María? ¿Qué es ese portazo? ¡Pero, hija mía, no hay quién te entienda, ya estás en casa y todavía son las nueve!

Nadie le contestó. Volvió la vista al papel escrito que agarraba en la mano:

“… sé que soy el padre de María”.

Resulta que los espíritus sí que existen.