R de relevo

– No puede ser, mi vida, no puede ser que cada vez que vas de excursión vengas con una cicatriz nueva.
María lloraba en la sala de espera del Ambulatorio pero era de pura rabia. Si su madre supiera… El golpe en la ceja, en esta ocasión, no venía de su facilidad por encaramarse a cuanto árbol, muro o pared hubiera cerca. Esta vez no había sido así.
– ¿Me vas a contar qué te pasó?
El profesor Don Antonio entró en la sala cuando María iba a responderle a su madre que “nada, lo típico…” La llegada del maestro puso un poco nerviosa a la pequeña. Él había sido el que la había separado en la pelea que andaba en el patio.
– ¿Tampoco te ha querido decir a ti por qué se pegó con los niños de Sexto? Eran cuatro, esta niña tuya, Elvira… No ve sebe…
– ¿Pero cómo que cuatro? ¿Cómo que niños? ¿Te has peleado, María?
– Es que… Es que…
– Es que nada. Siempre te digo que pelearse no es una opción. Siempre te lo digo.
El silencio ocupó el espacio entre los tres. Don Antonio se sentó al lado de Elvira que no pudo evitar estrechar fuerte la mano de su hija y así estaban cuando entró por la puerta Dominique y su madre.  El maestro se levantó de un brinco.
– Ay, mihija, he venido en cuantito me he enterado. Dominique está muy avergonzado por no haberse podido defender él solito. Que ya le digo yo, mihijo, tienes que saber pelear porque en esta vida, te va a tocar hacerlo muchas veces.
Elvira, sin entender nada, se levantó. La madre de Dominique llevaba casi diez años en el pueblo y nunca le había escuchado tan de cerca el acento caribeño. Era una de las mujeres que vivían en “El Polvorín”, el puticlub situado junto a la puerta del Pozu y el lugar más concurrido en cada cambio de relevo de la mina, también el mayor enigma y el mayor tabú del barrio. La madre de Dominique se acercó a Elvira y le plantó dos besos.

Polvorin
– No me conoce usted, soy Altagracia. La madre de Dominique. Su hija hoy le ha defendido con uñas, como solo saben hacer las mujeres pues. Este mío es un “añemao”…
Elvira sí que la conocía. La había visto tender la ropa en el jardín trasero de El Polvorín una y mil veces. En alguna ocasión había pensado en hablarle a ella o alguna de “las otras”, en preguntarles si estaban bien, en invitarlas, incluso, a las cenas que, aprovechando el otoño complaciente, habían organizado en la plazoleta de la barriada. Pero nunca lo había hecho. Nunca.
Las mujeres de El Polvorín, que tenían nombres como Altagracia, Mayelín o Kimberly (Elvira los escuchaba desde su ventana) eran un misterio para el resto de mujeres de la barriada, y también para los hombres aunque muchos se jactaran de conocerlas “bastante” y también eran un enigma y un tabú. Pero la cosa es que pese al silencio existían, y existían sus hijos que iban naciendo conforme pasaban los años en aquel club tan concurrido en los cambios de relevo del Pozu. Ellas, sin saberlo, marcaban a su modo el ritmo y el tiempo en la barriada. Porque unos minutos antes de que sonara el turullu y la jauría de mineros empezara a salir y entrar de la mina, ellas recogían a los niños en la casa, cerraban las ventanas que habían tenido abiertas durante horas, callaban sus acentos americanos y encendían una luz rosada que dejaba leer a la perfección el cartel: “Club El Polvorín”. Ellas marcaban el relevo en un local que, sí, lo han acertado, estaba situado en el mismo edificio donde años atrás se almacenaban los explosivos de la mina.
– Altagracia… yo soy Elvira. –respondió titubeante ante la mirada de la propia María y Dominique.- No sé lo qué ha pasado, pero mira…
Altagracia, morena, enorme con un escote prominente se acercó a la pequeña. Don Antonio se separó evitando mirar a la mujer que acarició con sus uñas largas el rostro de María.
– Tremenda cicatriz mi niña.-después volvió su vista a Elvira- Yo te digo por qué fue. Los niños mayores insultaron a mi Dominique. Lo llamaron “negro”. Que mira, mihijita, lo es, lo es y mucho, porque su padre, que es blanquito y ya no sigo para que no adivines, yo te lo digo, no puso ninguna gana en hacerlo y claro, el niño salió a mi, retinto, mihijita.
Elvira no pudo evitar una carcajada. Dominique era negro sí, y era también, estaba claro, un hijo del cambio de relevo.