Atlas de Geografía Minera: Año de nieves
Recuerdo una ventana cerrada y un montón de niños en el patio interior que formaban los edificios de aquella barriada. Recuerdo a la perfección la disposición de la cocina de carbón, a mi lado, en la izquierda, a pesar de que hace, por lo menos, treinta y cinco años que no entro. Recuerdo un muñeco de nieve enorme en el centro de la escena y me recuerdo a mí, enferma en casa, pensando que nunca más iba a nevar. Y que yo, nunca más, iba a poder jugar en la nieve a hacer muñecos gigantes con nariz de zanahoria y ojos, claro, de carbón (de qué iban a ser si no en El Entrego). Debía rondar el año 1985 porque la casa en la que yo vivía en esa nevada en concreto que me viene a la memoria cuando pienso en la nueve coincidió con mi época en el parvulario del Colegio Sagrada Familia. Sé que lloré. Principalmente porque soy de tendencia al drama desde que nací, pero también porque los mayores decían cosas como: “ye la mayor nevá del siglo”, “nunca se vio nada así”, “la nevadona” y yo, tapada con varias mantas y la garganta afilada, no podía disfrutar del evento. Por suerte, la realidad no tiene nada que ver con mi dramatismo y sí tuve la oportunidad de disfrutar de otras ocasiones en las que las calles dejaron de estar llenas de coches para tener un manto blanco que lo convertía todo en un patio capaz de acoger ya no uno, sino cientos de muñecos que, con la llegada del sol y las altas temperaturas, acabarían diluyéndose entre las alcantarillas, para después ir al río, para después ir a la mar.
Pocas cosas me gustan tanto en la vida como disfrutar de la nieve caída. Que levante la mano el que haya cogido alguna vez uno de los sacos de carbón de plástico que traían con el vale para deslizarse ladera abajo por algunos de los praos empinados que rodean el valle central del Nalón. ¿Éramos los guajes de las cuencas los únicos de España que tras jugar en la nieve blanca volvíamos a casa tiznados de negro? No tengo certezas, pero tampoco dudas.
El verano pasado escuché una afirmación en la radio que me perturbó. En plena ola de calor (y mira que en Asturias tenemos suerte que nos duran poco y no son, digamos, un infierno), un “experto” meteorólogo decía algo así como: “Yo no sé si son conscientes los oyentes de que por culpa del calentamiento global este que estamos viviendo será el verano más fresco del resto de nuestras vidas”. ¿El verano más fresco? ¡Pero si hubo momentos que parecía el infierno! La frase me asustó, por lo que significa y me dio pena. ¿Nunca más va a nevar?, volví a pensar, como aquella vez de mediados de los ochenta que un catarro me impidió disfrutar de las guerras de bolas, de las construcciones efímeras, de los resbalones, de los trineos improvisados, de las risas, de las mojaduras. Y espero que mi drama sea solo eso, el tradicional drama, y que, aunque ya no haya sacos de plástico del vale de carbón, todos los niños de la cuenca puedan, al menos, tirarse ladera abajo con sus amigos en una mañana sin colegio, soñando con que todos los inviernos de su vida puedan hacer lo mismo.
Dicen los viejos: “Al inviernu nun lu come´el llubu”. Así que habrá que fiarse de ellos.