Cuencarentena

Florinda, la del bajo, empezó la cuarentena riéndose sola cada vez que se acordaba de cuando había huelga en la mina y su marido estaba en casa sin ir al pozu. De aquella, era matemático, a los nueve meses de la huelga, nacía un hijo. Así fue dos de sus tres embarazos. Suerte que ahora, a estas alturas, como mucho, los kilos de más le llegarían del poco ejercicio y las muchas tartas y panes que su vecina Petronila repartía en el edificio a todos los vecinos, cada día.

Sí, sí, a Petro le dio por cocinar como si no hubiera un mañana o como si en casa fueran 15, aunque en realidad solo estaba ella y su gata “Listeilor” (así escrito). Cuando Petro se enteró de que en el super de la barriada estaban todos desesperados buscando levadura sin encontrarla sonrió de medio lado porque ella era la culpable del desabastecimiento. Ella y nadie más se había apropiado de todas las existencias levaduriles del entorno y todo para qué: Pues para hacerles a los vecinos sus manjares y, la verdad, la verdad, la verdad, también para presumir de las susodichas existencias levaduriles ante toda la parroquia. Así era que todas las mañanas su ventana amanecía con panes y bizcochos humeantes que hacían salivar a cualquiera que viviera en el entorno, siempre teniendo en cuenta la dirección de aire.

Los que primero olían los bizcochos de la Petro eran los gemelos Frida y Federico que gastaron toda su caja de plastidecor la primera semana de cuarentena en hacer un arco iris gigante que colgaron en su balcón ocupando todas sus ventanas.

El arte pictórico lo ponían los pequeños y el musical su vecina Begoña que tocaba la gaita que era un primor. Ella y sus padres se vestían, cada noche, con los trajes regionales para amenizar los aplausos  de las ocho con un estilismo patrio que no dejaba indiferente a nadie. Y mucho menos a Joaco, el vecino del segundo que, sin que nadie supiera muy bien dónde la tenía guardada, se ventiló, en dos meses, al menos 15 cajas de sidra con sus 180 botellas. Tikitaka. Culete va y culete viene. Suerte que Miguel, el padre de Begoña, aprendió a compartir escanciado con Joaco del segundo al primero y le ayudó a beber el arsenal sidrero.

-Si lo hago por ti, vecín.

-Gracies, amigu.

Era raro el día que los dos no acabaran entonando el Chalaneru y exaltando la amistad y gritando un enorme Puxa Asturies que retumbaba en la calle.

Y todo bajo la atenta mirada de Julia la otra chica del edificio, una joven médico que había sido destinada ese mismo año Hospital comarcal de aquella cuenca minera en la periferia del mundo como a 10.000 kilómetros de su casa. Julia no entendía casi nada de lo que pasaba en el mundo cuando empezó la peste. No entendía  por qué en la puerta de su casa aparecían cada mañana bizcochos recién hechos con una nota que decía “déjalu enfriar del tó”, por qué Florindaque le pidió a voces el teléfono para mandarle mensajes de audio, cada noche, la llamaba “vidina” y le decía que aunque su familia estuviera lejos, no estaba sola y que estaba muy orgullosa de ella y que si quería, podía ayudarla a lavar la ropa y plancharla, que total, no tenía otra cosa que hacer. Julia no entendía por qué aquella niña tocaba la gaita y los otros se dedicaban a dibujar y dibujar arcoíris y todos parecían felices de estar así, pese a todo. Ni siquiera entendía qué significaba muy bien el “Puxa” de PuxaAsturies.

 Y no lo supo hasta el día en que, después de sesenta y pico tardes de aplausos, alguien decidió que ya no había que salir a las 8 de la tarde a acordarse de los trabajadores de la sanidad, como era ella. Ese día que ya no había aplausos de ciudadanos, fue ella la que salió y gritó un fuerte “Gracias” porque la añoranza de la presencia de sus vecinos se lo había explicado todo.
Por toda respuesta, del piso de abajo, salió una voz ronca que gritó:
“Puxa la mediquina”.