Atlas de Geografía Minera: El Japón

Este Atlas Geográfico de las cuencas mineras también tiene una dimensión paralela. Un lugar donde están los lugares que ya no están.  Edificios, carreteras, escombreras y pueblos que no existen porque el tiempo o las máquinas u otras vidas los han llevado por delante. En mi periplo vital por este valle hay varios de esos espacios que ya solo se pueden ver en fotografías o si te concentras mucho, en tu imaginación. Los más importantes son dos: Mi primera casa, en La Vega, en El Entrego, donde vivían los mis güelos María y Antonio, que fue derribada hace ya unos años, supongo que porque el edificio no estaba en buen estado. De ella recuerdo su escalera empinada, su cocina blanca y siempre limpia y los conductos del aire en los que busqué a los Diminutos con escaso éxito. El otro es el Colegio Público Saturnino Menéndez, al que todos conocíamos como “El Japón”, donde ahora se levanta un nuevo edificio que alberga al IES Virgen de Covadonga, también en suelo entreguín. De esta escuela con el nombre más exótico a este lado del Nalón apenas quedan imágenes y hasta me hace ilusión que Alfonso Zapico lo dibuje, para poder ver fue el centro educativo en el que más años estudié, de Primero a Quinto de EGB. Mis maestros de cabecera aquel lustro educativo fueron Doña Consuelo y Don Antonio (a ella la llamábamos Chelo, pero a él nunca llegamos a quitarle el tratamiento), dos enseñantes a los que por aquel entonces yo les echaba no menos de ochenta años y que me instruyeron en cosas básicas de la vida como sumar, restar, leer, pensar, callarme la boca “de una santa vez” y sortear gomas de borrar que asemejaban cohetes. Todo es aprovechable para lo que te espera después de primaria.

Hace poco me enteré que el primer día de Sexto de EGB mi amiga Vanesa Iglesias me guardó el sitio pensando que yo iría al día siguiente. Pero nunca volví. Su madre acabó confesándole que me habían cambiado de colegio y aunque a las dos nos prometieron que nos veríamos, lo cierto es que tuvieron que pasar 30 años para que nos encontráramos, casi de casualidad, y nos explicáramos que también nosotras somos ausencias de otros.

En el Colegio del Japón llevábamos chándal negro y rojo muy diferente, al menos así me lo parecía a mí, al resto de uniformes escolares de nuestro alrededor. Fuera original o no, el tema es que el chándal había que cuidarlo para que durara todo un año, si eras de crecimiento restringido, incluso dos. Esta necesidad de salvaguardar la indumentaria deportiva chocaba bastante con mi tradicional periquismo, pero, vamos… ¿a quién no? Eso da para otra historia.

Recuerdo el esfuerzo que suponía para las familias, para la mía desde luego, el comienzo de curso. Casi tanto como el olor de los libros nuevos. (Desde aquí un saludo para todas las que arrancan septiembre haciendo cuentas).

Me encantaba el verano, pero también volver a clase. Casi tanto como que mi cumpleaños coincidiera en los días de finales de agosto y siempre hubiera alguien al que se le ocurría regalarme un estuche. Tuve uno que me compraron en una librería de Lastres. Lo estrené en Sexto de EGB. El mismo día que me senté en una silla distinta a la que me estaba guardando Vanesa, en otro colegio diferente, río abajo, con un chándal verde y gris.