Ch de Chigre

Puri, la dueña de Casa Eloína, el chigre de la barriada, cogió la balleta y se acercó a la esquina del mostrador donde tres mineros reían a carcajadas. Les quitó el vaso de vino que estaba a medio terminar. No hacía falta que les dijera nada más para que entendieran que tenían que irse. Pero lo dijo.

-Sí, señores, son mujeres. Y sí, están dentro de un chigre. Menudo pecado cometen, ¿verdad? ¿Saben qué? Será mejor que se vayan ustedes. Aquí estamos tratando cosas importantes y sus gritos molestan mucho.

Uno de ellos, Pajarrón, alto, moreno y con una cicatriz en la frente de cuando había sido picador -antes de dedicarse por completo al sindicato- miró de reojo al grupo de mujeres que, al fondo del chigre, discutían en animada conversación. Habían juntado tres mesas. En dos estaban ellas, en la tercera los pequeños María y Pablo que hacían los deberes concentrados.

ch de chigre

-Ahora ya hasta les muyeres entren en los chigres… ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Qué me tenga que lavar yo los gayumbos? ¡Vaya cojones! -escupió Pajarrón mientras mordía el palillo.

El vozarrón del sindicalista alertó a las mujeres. Elvira, la madre de María se levantó. La niña se asustó al ver su cara de enfado y la mujer, para tranquilizarla, le acarició la cabeza cuando pasó su paso. “No pasa nada, mi vida”, susurró.

Elvira caminó despacio entre las sillas hasta tener de frente al hombre que atacaba con ahínco el palillo de su boca

-¿Sabes qué va a ser lo próximo, Pajarrón? Lo próximo va a ser hundirte en las elecciones sindicales del Economato.

La carcajada del hombre sonó como un estruendo en todo el chigre.

-¿Tú y éstas? ¿A mi? -volvió a reírse con ganas- Pero si no tenéis ni puta idea de nada… ¿Ahora os vais a meter a sindicalistas? ¡Solo faltaba! Mejor poneros a fregar.

Elvira, ante el desprecio de las palabras de Pajarrón, respiró hondo. Y decidió en ese mismo instante que no quería seguir hablando con él, y mucho menos discutir. Se dio la vuelta. Y también decidió en ese mismo instante que, tal y como le había pedido su prima Dulce, fuera ella la que encabezara la lista para los comicios sindicales en los supermercados. Las elecciones eran en cuatro meses. Estaban hartas. Hartas de trabajar en los economatos lo mismo o más que los hombres  con la mitad de derechos y bastante menos sueldo. Hartas de los desplantes y de ser ninguneadas por los sindicatos cada vez que ellas acudían a las sedes a reivindicar lo que creían justo. “Ya tan aquí les muyeres… ¿Qué querrán?”, escuchaban decir. Hartas de no tener hueco en las ejecutivas, donde realmente se decidía todo. Hartas de no contar para nadie. Hartas de ser ninguneadas por el simple hecho de ser mujeres.

Pajarrón observó a Elvira volver digna hacia el grupo de mujeres y soltó un bufido. Alzó la voz.

-Me encargaré personalmente de que no saquéis ni un voto… -apuntó. Pero ya ninguna lo estaba escuchando.

María y Pablo miraban la escena con los lápices en alto, cambiando su mirada de sus madres al todopoderoso Pajarrón. Del sindicalista a las mujeres que ahora lucían una sonrisa orgullosa.

Tenían miedo, porque los niños siempre tienen miedo de las cosas que no conocen y aquello, aquel enfrentamiento al poder sindical, dueño y señor de todo (menos de Casa Eloína), era tan nuevos que ellos tardaron años en entenderlo.

El chigre de Puri fue también, por cierto, el lugar donde todos celebraron, cuatro meses después, que la alternativa sindical de las mujeres sacara dos de los once delegados del comité de empresa de los economatos gracias a 24 votos de los 120 emitidos. 24 votos más de los que había predicho Pajarrón. Una derrota que sabía a victoria. Pero eso también lo supieron María y Pablo mucho después.